La Villa Diplomática de 7.1 millones | Sin Permiso
4/10/2025
En Panamá siempre hay plata para lo que conviene, pero casi nunca para lo que importa. El gobierno planea gastar 7.1 millones en remodelar una villa diplomática abandonada, con todo y cancha de tenis. Una cifra obscena: no es hospital, ni escuela, ni centro de investigación. Es una residencia oficial que el Estado quiere disfrazar de gala mientras barre la historia bajo la alfombra. Y lo más irónico: esa villa ha sido, por años, rumbeadero VIP de funcionarios de turno. Privilegio, no servicio público.
Un caso perfecto está en Altos del Golf: la casa de Noriega. Una mansión confiscada y demolida en enero de 2014. En tres días arrasaron las viviendas de la familia Noriega-Siero, alegando que eran criaderos de mosquitos, ratas, herbazales, maleza que devoraba paredes y patios. Y además, vecinos denunciaban que desde ahí se vigilaban inmuebles y que el terreno era una guarida de delincuentes. ¿Guarida de delincuentes no les suena a Parlacen?
En fin. La orden vino de Martinelli, aunque había procesos legales pendientes. La defensa de Noriega insistía en que las confiscaciones eran ilegales, pero igual demolieron la casa. Martinelli lo presentó como acto simbólico: prometió un parque nacional del recuerdo dedicado a las víctimas de la dictadura. Un gesto solemne, incluso necesario, para un país que nunca hizo las paces con su pasado militar.
Pero ese parque nunca existió. El terreno sigue vacío, cercado, abandonado. Diez años después, donde pudo haber memoria, hay olvido. Donde pudo levantarse un espacio para que los jóvenes entendieran los 21 años de régimen militar, lo que hay es un lote baldío.
Y como ese, sobran. Ruinas en Amador, centros de salud cayéndose, cementerios sin cuidado, aeropuertos fantasmas. Y ni hablar de lo que sí existe, pero nadie mantiene: calles llenas de huecos, equipos estatales inservibles, museos apagados, oficinas públicas que parecen set de película de zombis. En Panamá “mantenimiento” se ve como gasto, no como inversión. Es más seductor inaugurar lo nuevo, cortar cinta y gritar “hicimos”, que cuidar lo que ya está.
La demolición tampoco fue el único intento de borrar. Antes, el Estado había querido subastar la residencia. En 2011, el MEF la tasó en 2.5 millones, pero nadie la quiso. Igual en 2008 y 2010. Nadie se interesó: ni para negocio ni para memoria. Un rechazo que reflejaba lo incómodo del pasado. ¿Cómo no convertirla en museo, archivo o sala de exposiciones para entender qué pasó?
Entonces quieren embellecer una villa diplomática abandonada —sí, también abandonada—, pero Panamá sigue sin museo de la dictadura, sin un sitio con los nombres de los muertos, desaparecidos y torturados. Aquí la memoria se fragmenta en testimonios sueltos, archivos dispersos, notas de prensa perdidas en la hemeroteca. Y cuando aparece un espacio con potencial simbólico, como la casa de Noriega, lo borramos con retroexcavadoras.
Hasta la semana epidemiológica 31 de 2025, Panamá acumula 9,434 casos de dengue. Una cifra que demuestra, otra vez, que el olvido se paga caro. La demolición de 2014 se justificó, en parte, por criaderos de mosquitos que eran un riesgo sanitario. Diez años después, el dengue sigue fuera de control y el terreno que supuestamente sería parque conmemorativo sigue cerrado y hecho leña. Ni solucionó el problema de salud ni cumplió el propósito histórico.
La casa de Noriega pudo ser una oportunidad para contar cómo el dictador se entregó en 1990 en la Nunciatura Apostólica, cómo fue extraditado, juzgado, condenado; cómo su régimen marcó la vida de miles de panameños. Pudo ser espacio educativo para que los jóvenes no dependan del “me contaron” o de dos páginas en los libros de historia.
En vez de eso, elegimos demolición, silencio y abandono. Una metáfora perfecta de cómo Panamá maneja su pasado: no lo enfrenta, lo entierra. Y cuando los fantasmas regresan, tapamos el hueco con cemento y seguimos como si nada.
Aquí la prioridad no es recordar quiénes fuimos, sino fingir quiénes queremos ser.
Por: Flor Mizrachi
Periodista
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