Presidencialismo sin presidente: el poder que se repite en todos los niveles

18 de Noviembre de 2025

Exclusivo para Contrapeso

En Panamá, el presidencialismo no solo habita en el Palacio de las Garzas. Vive también en cada sala donde una persona decide por muchos. En la Asamblea, en una empresa, en una junta directiva o incluso en una organización no gubernamental (ONG), la cultura del poder concentrado se repite: una figura fuerte controla la agenda, define los tiempos y decide qué se discute y qué no.
El problema no es solo político, es estructural.

Un buen gobierno corporativo puede ser parte de la solución.

1. El diagnóstico: presidencialismo como cultura política

El presidencialismo panameño no solo se manifiesta en la figura del presidente de la República; se reproduce institucionalmente en otros órganos del Estado. En la Asamblea Nacional, esta tendencia se expresa en el control concentrado de las agendas legislativas, especialmente en las comisiones permanentes, donde la presidencia del órgano actúa como filtro o muro de acceso para los temas que llegan a discusión.

Rasgos principales:

  • Personalización del poder: el presidente de comisión se convierte en propietario de la agenda, no en su coordinador.

  • Delegación pasiva: los demás miembros, al no reclamar el ejercicio pleno de sus funciones, legitiman la concentración.

  • Distorsión del mandato representativo: el poder de agenda se vuelve un instrumento de veto político, no de deliberación.

El resultado es una asimetría deliberativa: la voluntad de la mayoría se traduce en la voluntad del presidente, aunque formalmente no debiera ser así.
El problema no es jurídico, es de cultura institucional: la mayoría permite —por comodidad o conveniencia— que una sola persona controle lo colectivo. Es, en el fondo, un abuso de la mayoría en detrimento de la minoría.

2. El paralelo con el gobierno corporativo

En el mundo empresarial, el problema es conocido: la captura de la junta directiva por su presidente o por el Chief Executive Officer (CEO).
Para evitarlo, los códigos de buen gobierno recomiendan mecanismos de contrapeso que garanticen la participación efectiva de los minoritarios, entre ellos:

  • Derecho de inclusión de temas en agenda: un porcentaje (por ejemplo, 20–25%) de los directores puede exigir la inclusión de un punto en la agenda.

  • Agenda distribuida anticipadamente: todos los miembros deben conocer y proponer temas con antelación.

  • Actas públicas y controladas: las decisiones sobre qué se incluyó o excluyó quedan documentadas.

  • Revisión anual del funcionamiento del órgano: auditorías o evaluaciones independientes de la junta directiva.

Estas reglas sencillas y verificables reducen la arbitrariedad y fortalecen la legitimidad del proceso.

3. Aplicación práctica al caso panameño

a. Reforma reglamentaria
El Reglamento Interno de la Asamblea Nacional podría incorporar un artículo que establezca:

“Un número no inferior al 25% de los miembros de cada comisión podrá solicitar por escrito la inclusión de un punto en la agenda de sesión. El presidente deberá incluirlo en la siguiente reunión ordinaria, salvo causa debidamente motivada que constará en acta.”

Así, el derecho de los diputados dejaría de depender de la buena voluntad del presidente y se convertiría en una facultad reglamentaria exigible.

b. Control documental y trazabilidad
Cada comisión debería publicar (al menos internamente):

  • La agenda propuesta por la presidencia.

  • Las solicitudes de inclusión recibidas y su estatus.

  • Las razones escritas de exclusión o aplazamiento.

La trazabilidad no solo es orden administrativo: es una barrera contra el abuso de poder.

c. Capacitación y cultura de gobernanza legislativa
Como en las juntas directivas, los diputados deberían participar anualmente en una inducción de gobernanza que incluya:

  • Revisión de reglas de procedimiento, ética y transparencia.

  • Talleres que recuerden que el rol del presidente es facilitar el debate, no determinarlo.

4. De la personalización al proceso

El presidencialismo panameño no es solo un diseño institucional, sino una cultura de subordinación y conveniencia colectiva.
Romperla exige reglas que automaticen el pluralismo y limiten la discrecionalidad, desplazando el poder desde la persona hacia el proceso.

No se trata de reemplazar presidentes fuertes por presidentes buenos, sino de construir instituciones que no dependan del carácter de quien las preside.

Cuando las reglas funcionan, el poder deja de ser una cuestión de personalidad y se convierte en un asunto de integridad institucional.

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Por: Carlos Barsallo

Abogado

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