Apuntes desde la esquina: La Cultura del Rumbo
18 de Octubre de 2025
Exclusivo para Contrapeso
Deseando contribuir a una discusión pública dirigida a comprender la raíz de nuestra usual inercia cívica, presento nuevamente estas consideraciones publicadas hace siete años, el 6 de octubre de 2017.
La Cultura de Rumbo
Para los aventureros europeos, Panamá fue siempre un lugar inhóspito. Las elevadas temperaturas, los torrenciales aguaceros y las densas selvas, pobladas de toda clase de peligros, desde mosquitos cuya picada enfermaba hasta serpientes de letal mordedura, hacían la estancia desagradable a los recién llegados.
Los indígenas, que eran sumamente belicosos y algunos incluso caníbales, tampoco les ofrecían reposo. Para los primeros exploradores del istmo, Panamá era un lugar al que solo se llegaba por necesidad o por codicia, no para establecer un domicilio permanente.
Lo que hizo atractivo al istmo fue su especial ubicación geográfica, que ofrecía la posibilidad de viajar desde el Pacífico al Atlántico y viceversa en un tiempo relativamente corto. Por eso, desde el inicio de la presencia extranjera en Panamá, nuestro istmo fue considerado exclusivamente como un lugar de tránsito, propicio para actividades como transportar riquezas, intercambiar mercancías y hacer negocios.
El escaso número de habitantes europeos permanentes solo se veía aumentado temporalmente por la celebración anual de ferias comerciales en Nombre de Dios y en Portobelo, actividad económica que atraía a miles de personas con el exclusivo propósito de hacer comercio. Al terminar cada evento, estos visitantes regresaban apresuradamente a sus lugares de origen. La realidad de Panamá como un lugar de tránsito ha sido históricamente avalada por los números, entre ellos el hecho de que la población de nuestra República alcanzó su primer millón de habitantes en 1958. Hoy pocos
recuerdan el nombre del llamado “Niño Millón”, Cándido Aizprúa Guevara, oriundo de Ocú, provincia de Herrera.
Una de las consecuencias de esta condición transitista fue la inexistencia de una conexión físico-espiritual nacional. Ese vacío permitió la evolución en la psique de nuestra sociedad de una forma de interpretar y percibir el futuro personal o colectivo como algo fatalmente impredecible y siempre sujeto a la veleidad del “destino”.
La “cultura de rumbo” se desarrolla sin un plan a largo plazo, nunca determina a qué puerto desea llegar y prefiere vivir en constante movimiento, de sorpresa en sorpresa, sin considerar la posibilidad o el provecho de producir una estabilidad y seguridad existencial por suponerla inalcanzable.
La ausencia de arraigo y de un sentido de pertenencia impide a la “cultura de rumbo” apreciar, defender y mejorar su entorno. Por eso, no construye, no planifica y no se considera responsable de las consecuencias de sus actos. Producido el hecho, ni su extinción ni su desenlace crean obligaciones para un protagonista cuya realidad se define a través de un constante reciclaje del presente.
Consecuentemente, la “cultura de rumbo”, en vez de amar, utiliza; para amar hay que permanecer emocionalmente, algo imposible para el persistente itinerante.
La “cultura de rumbo” responsabiliza al “destino” y a la mala suerte por los males sufridos y por los errores cometidos. Bajo tal apreciación, la culpa es un reflejo escurridizo, siempre en movimiento, condicionado y dependiente del azar y la casualidad y, por eso, diariamente prescriptible. En la “cultura de rumbo” no se considera un mejor futuro ni se aprende del pasado. No existe una acumulación de experiencia que permita provocar un desenlace planificado cuando se vive solamente por el hoy, por lo inmediato, lo transitorio: el tiempo como inversión rentable no existe para ese tipo de persona.
Crear un plan de ruta, considerar el largo plazo y aplicar experiencias pasadas son consideraciones inútiles para la “cultura de rumbo”. Su premisa es que nada es seguro, nada es confiable y todo se mantiene igual, irremediable y constantemente, de manera incontrolable, inexorable y fatal.
La “cultura de rumbo” no cree en la posibilidad de la voluntad para determinar resultados consistentes y escoge el nomadismo social para sobrevivir y escapar de las responsabilidades que resultan de enfrentarse a la realidad del hecho.
Creo que la “cultura de rumbo” es una de las razones por las cuales en Panamá no hemos desarrollado un verdadero sentido de pertenencia, condición indispensable para formar, estimular y preservar nuestro ser cívico. Nuestro tránsito anímico constante, sin ataduras reales, sin solidaridad social ni domicilio espiritual compartido, se ve manifestado en nuestras deficiencias ciudadanas, a nivel nacional y en todos los estratos sociales.
Para el que existe dentro de la “cultura de rumbo”, la vida y el tiempo transcurren en un intervalo definido periódicamente por quincenas, cuyo propósito exclusivo es producir soluciones eternamente temporales.
La clase política, beneficiaria de esta situación, se ha dedicado a formular, promover y vender a la población un espejismo administrativo que dura cinco años y en el cual aprovechan cualquier oportunidad para favorecer sus mezquinos intereses.
La ausencia de reclamo colectivo les permite administrar a su antojo la fuga de un pueblo autocondenado a existir en un constante flujo de retiradas, regresos y falsos descubrimientos, resignado a no tener jamás la oportunidad de verdaderamente alcanzar y sostener sus propias metas y propósitos.
Y en ese intermitente rumbo sin puerto fijo, entre engaños, ilusiones ansiosas y promesas no cumplidas, una población transeúnte absurdamente exige y espera soluciones permanentes, a pesar de su abandono de la realidad y de ser la directamente responsable de los efectos negativos que denuncia.
Por: Rubén Blades